Una ciudad que nunca duerme, por lo que nunca se tiene que despertar, disponiendo de veinticuatro horas diarias para su constante evolución. Un crecimiento que no olvida lo que allí existía, sino que supone un añadido, sin tratar de disimular las abismales diferencias que se observan al superponerse sobre el anterior escenario.
Emergen nuevos gigantes entre los erosionados veteranos como si éstos hubiesen menguado, derretidos por el sofocante calor estival. Las calles se convierten en lienzo sobre el que confluye una mezcolanza sin guión, donde su arquitectura es capaz de combinar colores, materiales e incluso reflejos, cada uno a distinta altura, que nos obligan a mirar hacia arriba para contemplar esa mixtura perpetuamente inacabada que define su identidad.
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