Ese día decidió dar un escarmiento a los humanos y comenzó a urdir un ambicioso plan. Sin apresurarse, con ese ritmo tan aprendido al que ha adaptado sus propios latidos: "Tic, tac, tic, tac". Meticuloso en su labor, ya que paciencia le sobra y si de algo dispone él es tiempo. "Tic, tac, tic, tac".
Empezó por mínimos cambios, apenas unos minutos de diferencia entre relojes. Se divertía viendo el desconcierto generado, y las razones que buscaban para explicar estas pequeñas oscilaciones del tiempo. "Un inusual desajuste electromagnético", decían unos. "Un fenómeno atmosférico desconocido", afirmaban otros.
A medida que los días pasaban la asincronía se volvió más extrema, mezclando la noche y el día, obligando a la ciudad a despertar cuando apenas se había acostado. El malestar era generalizado y el mundo se sumió en un caos mayúsculo. Finalmente se decidió relegar al reloj de todas sus funciones, sustituyéndolo por otros métodos más automáticos y modernos, de esos que no piensan por sí mismos. El reloj había logrado su ansiado descanso, pero no sentía la satisfacción que había anticipado.
Poco a poco se fue marchitando, su corazón cada vez latía más débil, hasta que se convirtió en piedra. Una piedra fría, dura y robusta que comenzó invadiendo sus entrañas y terminó tapizando cada poro de su piel. En el último segundo, elevó en dirección al cielo una de sus manecillas, justo antes de quedar petrificada. De este modo, pasando desapercibido, el reloj pudo perpetuar el trabajo que mejor sabía hacer. Desde el anonimato y en profundo silencio seguiría marcando las horas, ahora dirigidas por el sol.
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