sobre los adoquines romos,
su eco acompasa el sonido
de corazones latiendo a coro.
Iluminaste para mí esta calle
en tinieblas inundada antes,
y paseando por ella de tu mano
descubrí un brillo cegador.
Y me aproximé tanto a tu luz
que me creí capaz
de abrazar el sol,
de tocar el cielo
con las yemas de mis dedos.
El calor deshizo mi razón
cada día que no te veía,
en un vaivén imposible de controlar,
imposible de expresar,
donde cada despedida era más dura,
cada vez más amarga,
más dañina.
Y más terminó siendo menos.
Cada día más pequeña entre tus brazos,
incapaz de hablar sin llorar,
incapaz de hacerte entender
la impotencia que mi garganta sostenía.
Tus pasos seguían hacía adelante
mientras mi mente permanecía atrás,
rezagada alrededor de una bruma
que impedía ver el suelo
por el que debía caminar.
Me dejé llevar por tu mano,
lazarillo que guiaba sin cuidado,
aguardando en silencio el momento
de volver a verme tropezar.
Cuando mis pies apenas rozaban
el borde de un abismo brutal,
un golpe de realidad
me hizo fuerte entre los morados,
soltando a tiempo ese lazo
con el que me ataba tu voluntad.
Entonces, lo comprendí todo,
porque no hay peor ciego
que aquel empeñado en no ver.
No hay comentarios:
Publicar un comentario